Llegó el final.
Tenemos la ocasión
para decirlo. Llegó el final.
En la oscuridad del mundo
miles de cuerpos sin vida
respiran, ellos —y cada uno—
tienen a su verdugo sobre la espalda.
Ya nadie puede ayudarnos.
Cuando los libros comenzaban a reventar las costuras del cuartillo donde se apiñaba la redacción del suplemento cultural, los redactores bajaban graciosamente los sobrantes a la redacción y disponían una especie de mercadillo para buitres, de esos en los que sólo eligen los más rápidos, y si se llega el último como a todas partes, solo cabe esperar lo mejor o lo peor.
En esta ocasión hubo suerte. No lo que hubiera elegido en un principio, pero allí estaba una biografía de Pierre Assouline magníficamente encuadernada, un ensayo de John Boswell sobre la misericordia, y Decaer, primero, creo, de los libros de Balasch traducidos al castellano.
No lo conocía. Me chocaba una edición en Lumen al borde de los 30 y encontré dentro algo que no tenía nada que ver ni con los epígonos de la poesía de la experiencia que aún coleaban a finales de los noventa, ni con el barroquismo impostado que comenzaba a soplar o la imaginería de suburbio americano y videoclip.
Aquí había otra cosa, era cuestión de hacer sangrar las palabras sin aspavientos, con un movimiento silencioso y certero. Aquí se obligaba al lector a caminar en el filo de la lengua, a desvelar y desentrañar hasta el silencio hermético. Así continuó Las ejecuciones, un poema duro y frío contado hacia atrás.